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FACTORES SOCIOECONÓMICOS EN EL ACCESO A TRATAMIENTO TRAS DIAGNÓSTICO NEUROLÓGICO EN ESPAÑA

Primer capítulo de la sexta temporada del podcast de la Fundación AISSE en Youtube: aspectos socioeconómicos, con Juan Anaya, Ángel Sánchez y Álvaro Guiter.


La salud como derecho: neurorrehabilitación

y desigualdad en España


Bienvenidas/os al primer episodio de la sexta temporada del #VaDeNeuro, el pódcast de la Fundación AISSE, donde intentamos hablar de neurociencia desde una mirada clínica y científica, pero también humana y crítica. En esta entrada sobre el capítulo 146 nos encontramos con un tema comprometido, que invita a la reflexión y nos interpela directamente como sociedad. Porque lo que vamos

a tratar no es solo una cuestión sanitaria, ni un simple problema asistencial. Lo

que abordamos en este episodio es una cuestión de justicia social, de equidad, de derechos fundamentales. Por tanto, hablamos de tratamiento tras diagnóstico neurológico, pero no únicamente desde su vertiente técnica o terapéutica. Lo haremos también desde su dimensión más política y estructural: ¿qué papel juegan la clase social, el género, la renta o el territorio en el acceso a tratamiento? ¿Por qué dos personas con el mismo diagnóstico pueden tener desenlaces tan distintos? La evidencia es clara. Los factores socioeconómicos como el nivel de ingresos, el nivel educativo, el género, la condición laboral o la ubicación geográfica influyen de forma directa en el acceso, la intensidad y la calidad del tratamiento transdisciplinar. Hace años que no lo tenemos claro, un estudio publicado en Journal of Rehabilitation Medicine (Addo et al., 2012) mostró que las personas con nivel socioeconómico bajo tienen peor pronóstico tras un ictus, no solo por factores de salud previos, sino por la menor probabilidad de recibir atención especializada.

En España, la prevalencia de enfermedades neurológicas es un 18% superior a la media mundial y un 1,7% más elevada que en la media europea. El ictus, por ejemplo, afecta a 1,3 millones de personas en Europa cada año y genera un impacto económico total estimado en más de 45.000 millones de euros anuales. El Alzheimer y otras demencias suponen un coste de 38.400 millones de euros al año solo en nuestro país. Y pese a esa magnitud, las políticas públicas de neurorrehabilitación a largo plazo son parciales, fragmentadas y desiguales. Esta situación nos obliga a repensar el concepto de salud como derecho. Si el lugar donde vives, el dinero que tienes o el nivel de estudios que alcanzaste condicionan tu acceso a una intervención clave para tu recuperación, entonces no estamos hablando de un derecho, sino de un privilegio. Y es precisamente esta injusticia lo que nos ha impulsado a construir este episodio. Porque hablar de acceso a tratamiento es hablar también de democracia, de políticas públicas, de inversión social y de voluntad política. Una sociedad que no cuida a quienes más lo necesitan no puede llamarse justa. Y un sistema de salud que deja atrás a quienes no pueden pagar, no puede llamarse universal.

Desde la Fundación AISSE, como profesionales de la neurociencia y defensores del acceso justo a la atención sanitaria, creemos que este debate es impostergable. Por eso te invitamos a escuchar con atención, a reflexionar, y si puedes, a compartir este episodio con tu entorno. Solo con conciencia, compromiso y acción colectiva podremos construir una terapia más justa, más accesible y más humana.


La desigualdad económica como barrera estructural para el acceso a tratamiento


Cuando hablamos de salud, solemos pensar en hospitales, diagnósticos,

profesionales sanitarios. Pero la evidencia nos lleva a mirar más allá del

sistema de salud. Porque las desigualdades en salud no se explican solamente

por lo que ocurre dentro de los hospitales o centros de salud, sino también por

lo que ocurre fuera: los ingresos que se tienen, el nivel educativo alcanzado, el

tipo de empleo, la vivienda, el entorno social. Y, en el caso que nos ocupa, la

posibilidad (o no) de acceder a tratamiento tras un diagnóstico neurologico.

Este bloque analiza cómo la renta, la educación y la clase social influyen de

forma directa en el acceso y la continuidad del tratamiento en

España.


Renta y salud: la distancia que cuesta vidas

Según el estudio de la Sociedad Española de Epidemiología (Fernández, 2013), las personas con niveles socioeconómicos más bajos presentan un riesgo un 10% superior de muerte y discapacidad frente a quienes pertenecen a clases más favorecidas. Este dato no se debe exclusivamente a diferencias biológicas o de estilo de vida, sino a condiciones estructurales. En otras palabras: la pobreza mata y genera más discapacidad.

Uno de los factores más claros es la capacidad económica para acceder a servicios no cubiertos por el sistema público, o cuya cobertura es limitada o intermitente. El abordaje intensivo transdisciplinar (que requiere fisioterapia, logopedia, terapia ocupacional, neuropsicología, trabajo social...) suele requerir financiación complementaria si se quiere mantener en el tiempo, especialmente en la fase crónica o cuando la sanidad pública no ofrece el recurso en la localidad de residencia.

Pongamos algunos datos. La Red Europea de Lucha contra la Pobreza establecía en 2017 el umbral de pobreza en un ingreso neto anual inferior a 8.522 euros por unidad de consumo, lo que equivaldría a unos 710 euros al mes. Pues bien, el 37,4% de las personas por debajo de este umbral perciben su salud como regular, mala o muy mala, frente al 26,2% en la población no pobre. Esto representa una diferencia del 43%. Pero no solo se trata de percepción subjetiva. La prevalencia de enfermedades crónicas es mayor en los hogares pobres: un 67,6% frente al 64,5% en hogares no pobres. Todos estos datos apuntan a una conclusión ineludible: los costes indirectos y directos del tratamiento hacen que muchas personas en situación de pobreza no puedan mantener la continuidad terapéutica. Y eso tiene consecuencias directas sobre su funcionalidad, independencia y calidad de vida.


El coste de rehabilitarse: cuando el dinero se convierte en pronóstico


En el caso, por ejemplo, de la Esclerosis Múltiple, el estudio IMPULSEMos (2023) detalla que los costes directos sanitarios para una persona con EM oscilan entre 10.486 € y 27.217 € anuales, a los que hay que sumar entre 454 € y 25.850 € de costes no sanitarios, asumidos directamente por las familias: transporte, ayudas técnicas, adaptación del hogar, cuidadores, sesiones de terapia en centros privados, etc.

Si trasladamos estos datos al contexto del DCA, el panorama no es mejor. El informe de FEDACE subraya que el 87% de las personas con DCA necesita ayuda para actividades instrumentales de la vida diaria, lo que implica dependencia funcional permanente y necesidad de apoyos profesionales o familiares continuos. Pero los recursos públicos en la fase crónica son escasos o inexistentes en la mayoría de comunidades autónomas, y las familias deben asumir el coste de contratar apoyo privado o realizar los cuidados ellas mismas, a menudo sin formación ni soporte suficiente. Esta situación no es solo injusta: es también económicamente ineficiente. Porque mantener a una persona sin tratamiento activo, dependiente, aislada, con mayor probabilidad de complicaciones médicas y hospitalizaciones, genera un coste mayor a largo plazo que una inversión sostenida en neurorrehabilitación.


Formación y salud: el poder del conocimiento


Otro eje fundamental de desigualdad es el nivel formativo. Múltiples estudios han demostrado que un mayor nivel de formación se asocia con mejores resultados de salud, no solo por el acceso a mejores empleos o condiciones materiales, sino también por la capacidad para comprender información médica, tomar decisiones informadas, navegar por el sistema sanitario o ejercer derechos.

En el ámbito de la terapia tras diagnóstico neurológico , esta brecha educativa puede tener consecuencias concretas. Así, personas con menor nivel formativo:


  • Tienen más dificultades para comprender los planes de tratamiento, seguir indicaciones terapéuticas o acceder a información relevante.

  • Conocen menos sus derechos legales y sanitarios, y por tanto, tienen menor capacidad para reclamar prestaciones o exigir derivaciones.

  • Tienden a confiar más en profesionales sin contrastar o en soluciones milagrosas, lo que aumenta la probabilidad de abandono del tratamiento o de decisiones subóptimas.


Además, en contextos donde parte de la atención debe costearse, un menor nivel formativo suele correlacionarse con menor capacidad de ingresos y mayor precariedad laboral, lo que agrava la imposibilidad de costear terapias privadas. Esta doble carga (económica y cognitiva) acentúa la brecha en los resultados funcionales tras un daño neurológico.


Clase social, trabajo y enfermedad: un círculo vicioso


La clase social influye no solo en el acceso a la atención, sino también en la exposición al riesgo. Las personas de clases trabajadoras están más expuestas a factores de riesgo de enfermedades neurológicas: peores condiciones laborales, mayor prevalencia de factores de riesgo cardiovascular (hipertensión, tabaquismo, estrés crónico), y menor acceso a prevención primaria y secundaria.

Además, cuando sobreviene una enfermedad neurológica, la capacidad de adaptación es distinta:

  • Quienes tienen empleos más estables o cualificados pueden acceder a bajas prolongadas, teletrabajo o adaptaciones laborales.

  • Quienes trabajan en la economía informal, con contratos precarios o en sectores de trabajo más físico (construcción, agricultura, servicios) suelen verse obligados a abandonar el trabajo, sin posibilidad de reinserción.

Esto contribuye a un círculo de pobreza y exclusión, donde la enfermedad lleva al desempleo, el desempleo reduce los ingresos, los ingresos limitan el acceso a terapia, y la falta de tratamiento perpetúa la discapacidad. En el caso, por ejemplo, de la Esclerosis Múltiple, el 73,3% de los pacientes reporta que la enfermedad ha afectado su vida laboral o académica, y el 25,1% ha tenido que abandonar el trabajo. Para el Daño Cerebral Adquirido, la pérdida de empleo es aún más frecuente y, en muchos casos, definitiva.


La paradoja del acceso universal


Todo lo anterior nos lleva a una conclusión: el acceso formal al sistema sanitario público no garantiza la equidad real en el acceso a terapia post diagnósti neurológico. En teoría, todas las ciudadanas tienen derecho a recibir atención sanitaria universal y gratuita. Pero en la práctica:


  • No todas las terapias están cubiertas al mismo nivel.

  • No todas las fases del proceso de rehabilitación están garantizadas.

  • No todos los territorios disponen de los mismos recursos.

  • No todas las familias pueden asumir los costes ocultos.


Esto genera una situación de doble sistema: quienes pueden costear terapias privadas acceden a un tratamiento intensivo y continuado; quienes no pueden, dependen de lo que su comunidad autónoma pueda o quiera ofrecer. El resultado es que la recuperación no depende solo de la lesión, sino también del dinero Y en este contexto, los factores socioeconómicos operan no como elementos periféricos, sino como determinantes estructurales de la salud.


Género, clase y salud: desigualdades que se cruzan


Cuando hablamos de desigualdad en el acceso a la neurorrehabilitación, no podemos limitar nuestro análisis únicamente a los factores económicos. La realidad social es más compleja. El género, la clase y otros ejes de identidad interactúan entre sí, generando formas específicas de vulnerabilidad y exclusión. En este bloque, abordaremos cómo el género, entendido como construcción social y no solo como variable biológica, marca de forma decisiva las trayectorias de enfermedad, recuperación y cuidado tras diagnóstico neurologico.


Salud autopercibida, clase social y brechas persistentes entre hombres y mujeres


Uno de los indicadores más robustos en salud pública es la llamada salud autopercibida. Y en este punto, las diferencias por género son claras. Según datos recogidos en el informe SESPAS (2012), el 33,5% de las mujeres en España perciben su salud como regular, mala o muy mala, frente al 25,2% de los hombres. Esta diferencia se amplía con la edad y con la posición social.

En el grupo de mujeres mayores de 65 años pertenecientes a clases sociales desfavorecidas, el porcentaje de salud autopercibida como negativa puede superar el 40%. La combinación de género, edad y clase configura un perfil de mayor vulnerabilidad, que también se traduce en un mayor riesgo de padecer enfermedades crónicas, problemas de salud mental y barreras en el acceso a servicios especializados.

A pesar de que las mujeres suelen vivir más años que los hombres, lo hacen con mayor carga de enfermedad y discapacidad. Este fenómeno, conocido como morbilidad diferencial, tiene implicaciones directas en terapia: las mujeres no solo tienen más probabilidades de requerir rehabilitación, sino que además tienen menos acceso efectivo a servicios especializados, especialmente cuando pertenecen a clases trabajadoras o entornos rurales.


Carga de cuidados: cuando la rehabilitación recae sobre las espaldas de las mujeres


Uno de los grandes sesgos estructurales del sistema sanitario y de bienestar es la invisibilización del trabajo de cuidados. Y en España, como en la mayoría de contextos occidentales, ese trabajo recae desproporcionadamente en las mujeres.

En el caso del daño cerebral adquirido, el documento de FEDACE (2015) es contundente: más del 75% de las personas cuidadoras de pacientes con DCA son mujeres, en su mayoría familiares directas (madres, esposas, hijas).

Estas cuidadoras dedican una media de 38,8 horas semanales a la atención de la persona afectada, muchas veces sin formación específica, sin apoyos profesionales, y sin reconocimiento económico o institucional.

El coste emocional, físico y psicológico de esta tarea es inmenso. Las cuidadoras sufren con más frecuencia síntomas de depresión, aislamiento, agotamiento, problemas osteomusculares, ansiedad y abandono de sus propios autocuidados. La evidencia muestra que cuando no se ofrece apoyo psicosocial, descanso ni acompañamiento institucional, el riesgo de deterioro de la salud mental y física de las cuidadoras es muy elevado.

Esta feminización del cuidado implica que muchas mujeres no solo sufren desigualdad en su propia salud, sino que además asumen las consecuencias del deterioro de otros. La enfermedad neurológica, en este sentido, se convierte en un fenómeno que reorganiza las estructuras familiares y refuerza las desigualdades de género.


Mujeres inmigrantes, rurales y en situación de pobreza: la triple exclusión


La intersección entre género, territorio y clase social genera perfiles de especial vulnerabilidad. Por ejemplo, las mujeres inmigrantes, especialmente aquellas en situación administrativa irregular o con empleos precarios, suelen quedar fuera de los circuitos asistenciales especializados, incluso cuando presentan patologías graves. La falta de redes familiares en España, la dificultad para compatibilizar horarios laborales con visitas médicas, y el miedo a perder el empleo si se ausentan son factores que limitan el acceso a tratamiento.

De igual forma, las mujeres mayores en zonas rurales sufren una doble barrera: por un lado, la menor oferta de recursos especializados en su entorno; por otro, la dependencia de familiares (generalmente varones) para el desplazamiento. En muchos casos, si el marido o el hijo trabaja fuera o no puede acompañarla, la mujer no acude a

tratamiento. Esto ocurre con frecuencia en municipios pequeños donde no hay transporte público ni servicios adaptados.

En estos contextos, la dependencia funcional derivada de enfermedades neurológicas no se vive solo como una condición clínica, sino como una imposibilidad estructural para acceder a los recursos existentes. La persona enferma, especialmente si es mujer y mayor, queda atrapada en una lógica de aislamiento y resignación.


La invisibilidad institucional: falta de datos con perspectiva de género


Una de las barreras más persistentes para abordar esta desigualdad es la falta de información sistemática con enfoque de género. La mayoría de las historias clínicas no incluye variables como la situación laboral, el rol cuidador, la estructura familiar o la carga de trabajo doméstico. Tampoco se sistematiza el seguimiento diferencial de la evolución clínica por género, lo que impide diseñar intervenciones ajustadas a las necesidades reales de las mujeres.

Además, la mayoría de las políticas públicas de salud siguen siendo neutras en apariencia, pero ciegas al género en la práctica. No hay líneas específicas de financiación para terapia post diagnóstico neurologico con enfoque feminista, ni planes de apoyo integral para cuidadoras, ni protocolos que garanticen el acceso de mujeres vulnerables a terapia transdisciplinar.

Sin datos, no hay políticas eficaces. Sin reconocimiento, no hay transformación. Y sin enfoque interseccional, las desigualdades se perpetúan en silencio.


Brechas territoriales en España


La realidad que confirman los datos muestra que, en España, el acceso a la terapia está determinado, en gran medida, por el territorio. Las desigualdades territoriales, estructurales y persistentes, dibujan un mapa profundamente injusto en el que los recursos, la organización asistencial y la continuidad en los cuidados varían según la comunidad autónoma. No estamos ante diferencias anecdóticas, sino ante una forma concreta de exclusión estructural. Y lo que está en juego no es un matiz técnico, sino la autonomía, la funcionalidad y la calidad de vida de miles de personas.


Fragmentación del sistema: cuando cada comunidad inventa su propio modelo


El documento de FEDACE sobre Las personas con Daño Cerebral en España

(2015) es claro: la atención al daño cerebral en España está profundamente fragmentada y carece de un modelo sociosanitario común. La mayoría de las comunidades autónomas no disponen de una normativa específica que articule un proceso continuo de atención desde la fase aguda hasta la fase crónica. Las competencias están repartidas entre distintas consejerías (salud, servicios sociales, dependencia...) que muchas veces no se coordinan entre sí.

Esto provoca que los recursos asistenciales estén divididos en compartimentos estancos, lo que interrumpe la continuidad del proceso rehabilitador y obliga a las familias a gestionar por su cuenta la atención posthospitalaria. El resultado es una atención a la carta donde no son las necesidades clínicas las que determinan el tratamiento, sino la estructura administrativa y el azar territorial.


Las tres fases del DCA: desigualdades en cada etapa del proceso


1. Fase aguda (hospitalización inicial):

Es la fase mejor estructurada en la mayoría de comunidades autónomas. En casi todas existen unidades de ictus o servicios de neurología con capacidad para atender los primeros días del evento neurológico. En esta etapa, la asistencia suele ser relativamente homogénea en el caso del ictus, aunque no ocurre lo mismo con otras etiologías del DCA, como los traumatismos craneoencefálicos, las anoxias cerebrales o las infecciones neurológicas graves, donde los protocolos son más irregulares.


2. Fase subaguda (rehabilitación intensiva):

Aquí comienzan las grandes diferencias. Según el informe de FEDACE, solo el 33,3% de las comunidades autónomas ofrecen todas las intervenciones consideradas básicas (neurofisioterapia, logopedia, terapia ocupacional y neuropsicología) en esta etapa. Muchas veces, el acceso está limitado por cupos, plazos breves (a menudo no más de tres meses) o centros de rehabilitación que no están suficientemente dotados de personal especializado.

Además, en la fase ambulatoria subaguda (una vez el paciente ya ha sido dado de alta del hospital) las opciones públicas se reducen todavía más.

Algunas comunidades cuentan con unidades de rehabilitación ambulatoria, pero otras derivan directamente a Atención Primaria, donde no existe una estructura especializada. Si no hay un plan asistencial bien coordinado, muchas personas terminan recibiendo tratamientos no intensivos o incluso ninguno.


3. Fase crónica (atención a largo plazo):

Es, con diferencia, la fase más desatendida. Según el mismo estudio, solo el 38,9% de las comunidades ofrecen recursos públicos específicos en la fase crónica, como centros de día especializados, servicios domiciliarios de neurorrehabilitación o plazas residenciales adaptadas. En la mayoría del país, la atención en esta etapa queda relegada a servicios sociales no especializados o, en el mejor de los casos, a la red de asociaciones de pacientes o fundaciones, que no siempre cuentan con financiación estable ni cobertura suficiente. Esto significa que tras unos pocos meses de rehabilitación hospitalaria, la mayoría de pacientes con daño cerebral quedan a merced de su entorno familiar, económico y territorial. Las personas que no pueden pagar servicios privados o desplazarse a grandes ciudades quedan excluidas de los tratamientos que podrían mantener o mejorar su funcionalidad.

El principio de equidad del Sistema Nacional de Salud queda vulnerado cuando la ubicación geográfica determina la calidad de la atención recibida, especialmente en enfermedades neurológicas que requieren continuidad, intensidad y abordaje transdisciplinar.

Estas desigualdades no solo generan perjuicios individuales. También tienen un coste social elevado: más discapacidad a largo plazo, más dependencia, mayor gasto en cuidados informales y menor retorno social de las inversiones sanitarias iniciales. Un sistema que invierte en hospitalización pero abandona la fase crónica está malgastando recursos y multiplicando el sufrimiento evitable.


El coste de la discapacidad: impacto económico en familias y sistema


Cuando hablamos de enfermedades neurológicas como el ictus, la Esclerosis Múltiple o el daño cerebral adquirido, solemos centrarnos en su impacto clínico o funcional. Pero hay otra dimensión, igualmente devastadora, que suele quedar fuera de la conversación pública: el coste económico que supone para los pacientes, sus familias y el sistema en su conjunto. Y no hablamos solo de cifras abstractas, sino de decisiones cotidianas que muchas personas tienen que tomar: ¿Pago esta sesión de fisioterapia o la compra del supermercado? ¿Me doy de baja o sigo trabajando a pesar del dolor? ¿A quién dejo de cuidar para poder cuidar?

Este bloque pone el foco en una realidad cruda pero contrastada: la discapacidad neurológica conlleva costes directos, indirectos e intangibles que, cuando no son cubiertos adecuadamente por el sistema público, acaban recayendo sobre quienes menos pueden sostenerlos. Y eso perpetúa un ciclo de exclusión y desigualdad.


Costes directos: lo que se paga con dinero (cuando lo hay)


Los costes directos son los más visibles: el gasto en tratamientos médicos, pruebas diagnósticas, medicamentos, terapias, transporte sanitario, productos de apoyo, adecuación del hogar, asistencia domiciliaria o residencias. Algunos de estos están cubiertos parcialmente por el sistema sanitario o de dependencia, pero una parte significativa corre a cargo del propio paciente o de su familia.


Tomemos el caso de la Esclerosis Múltiple. Según el estudio ImpulsEMos, los costes directos sanitarios por paciente oscilan entre 10.486 y 27.217 euros al año. A eso se suman los costes directos no sanitarios (por ejemplo, adecuaciones del hogar, transporte o atención privada), que llegan hasta 25.850 euros anuales. Esto supone una variabilidad enorme, dependiendo del grado de afectación y del acceso a recursos públicos. Pero en cualquier caso, hablamos de miles de euros que muchas veces deben ser asumidos en solitario por personas que ya han visto reducida su capacidad laboral.

En el caso de la Enfermedad de Parkinson, un estudio realizado en España en 2004 (hace ya 21 años, puedes imaginar lo que esto ha aumentado) estimó que el coste total por paciente era de 17.362 euros anuales, de los cuales casi 7.000 correspondían a costes indirectos. Aunque esos datos están desactualizados, sirven para ilustrar el peso económico de estas enfermedades incluso en fases iniciales o moderadas.

Para el daño cerebral adquirido, las cifras son igualmente contundentes. FEDACE estima que el DCA tiene un impacto económico directo e indirecto muy elevado, que incluye desde los gastos médicos inmediatos hasta la necesidad de apoyo constante en el hogar, el abandono del empleo y el deterioro de la situación económica familiar.

Además, hay que tener en cuenta el coste acumulado del tratamiento privado cuando la pública no cubre todas las necesidades. Una hora semanal de neurofisioterapia puede costar entre 40 y 60 euros. La logopedia ronda precios similares. La neuropsicología, si se necesita, puede superar los 70 euros por sesión. Si se quiere mantener una dosis mínima de tres sesiones por semana de un par de disciplinas, el gasto mensual puede superar fácilmente los 900 euros, algo inasumible para muchas familias.


Costes indirectos: lo que no se ve, pero también pesa


Además de los gastos directos, las enfermedades neurológicas conllevan costes indirectos, que incluyen la pérdida de ingresos por incapacidad laboral, el abandono de la vida profesional por parte de cuidadores, la reducción de jornada, el absentismo, la pérdida de oportunidades profesionales, los traslados constantes a centros de tratamiento y la dependencia de familiares o personas contratadas para el cuidado.

El estudio sobre Parkinson ya citado estimó que en un periodo de tres meses, los costes indirectos por pérdida de productividad eran de 6.691 euros por paciente. Si se extrapolan estos datos a un año, hablamos de más de 26.000 euros anuales, sin contar los efectos acumulativos sobre las pensiones, la cotización social o el desarrollo profesional.

En el caso de la Esclerosis Múltiple, el 73,3% de los pacientes declara que la enfermedad ha afectado a su vida laboral o académica, y uno de cada tres ha tenido que dejar de trabajar por completo. El 21,2% ha reducido su jornada, el 15,6% ha renunciado a un ascenso. Estas cifras se traducen en un deterioro no solo económico, sino también emocional y vital. La enfermedad no solo deteriora la salud, también arrebata proyectos, estabilidad y futuro.

Estos efectos también alcanzan al entorno familiar. En muchos casos, uno de los miembros de la familia (generalmente una mujer, madre o hija) asume el rol de cuidadora principal, dejando su empleo o reduciendo drásticamente su jornada. Esto tiene un impacto directo en la economía familiar, pero también en la salud mental y física de las personas cuidadoras, muchas veces invisibles en las estadísticas.


Costes emocionales y sociales: lo que no se mide en euros


Hay costes que no aparecen en los balances económicos pero que son igual de reales. Hablamos del aislamiento social, de la pérdida de autonomía, de la culpabilidad del paciente, del agotamiento del cuidador, del desgaste emocionalen todo el núcleo familiar.


En el caso de la Esclerosis Múltiple, el informe ImpulsEMos señala que el 89% de los cuidadores son familiares, que dedican una media de 38,8 horas semanales al cuidado directo. Estos cuidadores reportan con frecuencia síntomas de depresión, apatía, agotamiento, sentimientos de aislamiento, dificultades para conciliar vida personal y laboral, y frustración por la falta de apoyo institucional.


Además, muchos pacientes experimentan lo que se conoce como discapacidad relacional: una reducción progresiva de sus contactos sociales, su participación comunitaria y sus relaciones interpersonales. La enfermedad, cuando no está acompañada por un sistema que garantice la inclusión y el tratamiento sostenido, acaba segregando a las personas. La salud, entonces, deja de ser una cuestión médica para convertirse en una cuestión de ciudadanía.


CONCLUSIÓN: un derecho, no una lotería.


Hay algo profundamente injusto en que la posibilidad de volver a hablar, caminar o comer sin ayuda dependa de tu código postal. Que la recuperación de tus capacidades cognitivas tras un ictus esté condicionada por tu salario, tu nivel de estudios, o el hecho de haber nacido hombre o mujer. Que, en pleno siglo XXI, la rehabilitación neurológica en España siga siendo un privilegio para quienes pueden permitirse pagar la factura, o para quienes tienen la suerte de vivir en una comunidad autónoma con posibilidad de recursos.


Y sin embargo, esa es la realidad.


Dutante todo el capítulo hemos recorrido un territorio complejo y profundamente humano: el del acceso a terapia tras un diagnóstico neurológico y las desigualdades sociales. Hemos conocido datos que deberían interpelarnos como sociedad: que la prevalencia de enfermedades neurológicas en España supera a la media mundial; que los costes económicos superan los 38.000 millones de euros solo en el caso del Alzheimer; que un 21% de pacientes con Esclerosis Múltiple no recibe tratamiento alguno; que muchos deben renunciar a la rehabilitación por falta de recursos, quedando atrapados en un círculo de dependencia, pobreza y deterioro.


Pero más allá de las cifras, hemos explorado lo que esos datos significan en la vida real: la pérdida de oportunidades, la angustia de las familias, la soledad del cuidador, la frustración del paciente que quiere avanzar pero no tiene medios ni apoyo para hacerlo.


Y esto no es inevitable. No hablamos de condiciones naturales, sino de construcciones sociales. Las desigualdades que hemos analizado son evitables, y por tanto, son injustas. Son consecuencia de decisiones políticas, presupuestarias y estructurales. De prioridades mal alineadas. De un sistema que ha sabido invertir millones en salvar vidas, pero no siempre en ayudar a que esas vidas sigan adelante.


Creemos que los derechos no deben depender de la cuenta bancaria. Que la función cognitiva, la movilidad, la autonomía o la participación no son regalos para unos pocos, sino derechos humanos fundamentales.


Y por eso, este capítulo no es solo un análisis. Es también una llamada. A la acción. A la reflexión. A la empatía. Porque quizá hoy no te toque a ti. Pero mañana, una caída, un ictus o una enfermedad neurodegenerativa podrían cambiar tu vida o la de alguien que amas. Y en ese momento, descubrirás que tener recursos no debería ser la condición para tener esperanza. Cambiar esta realidad requiere una voluntad política firme, sí. Pero también una conciencia social que diga basta.


Basta de recortes que penalizan la funcionalidad.

Basta de culpabilizar a las familias por no poder sostener lo insostenible.

Basta de soluciones privadas para problemas públicos.


Necesitamos políticas valientes. Pero también relatos que visibilicen. Voces que denuncien. Historias que interpelen. Y por eso, este capítulo es también una herramienta para que tú, que nos escuchas, puedas comprender y compartir.


Para que juntas hagamos de la neurorrehabilitación una prioridad nacional. Un

compromiso ético. Un derecho garantizado.


En la Fundación AISSE creemos que la ciencia debe estar al servicio de la dignidad y de la sociedad. Que los datos tienen que convertirse en transformación. Que cada paciente, cada cuidador y cada profesional merecen un sistema que los acompañe, que no los abandone en la mitad del camino.


Gracias por estar al otro lado. Por acompañarnos en este episodio denso,

pero necesario.


Te invitamos a compartir este contenido, a difundirlo, a debatirlo en tu centro de trabajo, en tu asociación, en tu clase. Porque solo haciendo visible lo invisible podremos cambiar lo injusto.

Nos escuchamos en el próximo capítulo.

Hasta entonces, cuida tu mente, tu cuerpo… y tu comunidad. Que el Movimiento te acompañe.


FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA:


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